Boletín nº 43 (Agosto de 2003) 

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HOMENAJE DE EXALTACIÓN AL PUEBLO DE GOR
(Celebrado en la Venta de Antequera de SEVILLA, la noche del 17 de junio de 1989)
Por Miguel Ruiz López

Señoras y señores.

Queridos amigos: Cuando mi buen amigo Gregorio me expuso la idea de llevar a cabo el acto fraternal que esta noche disfrutamos y, con la voz de sus hondas raíces goreñas, dejó entrever su desmedido entusiasmo por el motivo básico de esta agradable velada de convivencia, no dudé ni un solo segundo en ofrecerle mi total colaboración en pro del sano y noble empeño de acuerdo tan elogiable.

Lo que él no supo, y ahora se lo desvelo, es que estaba regalándome la oportunidad de revivir en mi mente la película de una niñez ya lejana.

No tuve la suerte de haber nacido en vuestro pueblo, pero el hecho de haber visto la luz en el Guadix cercano, relacionó mis primeros años con todo el entorno de mi ciudad natal.

Recuerdo, con esa carga de nostalgia con que el paso de los años nos castiga a todos los ausentes, cómo, ya mis padres, y probablemente antes mis antepasados, bota en mano y corro feliz sobre sillas de enea, se defendían del ataque de las tardes más asfixiantes del agosto recién estrenado, dialogando bajo la vieja parra del huerto de mi casa, y teniendo como tema principal la cercanía de las fiestas de San Cayetano. Era la gran oportunidad de vivir unas jornadas taurinas, tan escasas por el terreno, que una vez consumidas, servirían de comentario central durante las restantes noches del corto verano de mi tierra.

Para mi, es inolvidable aquel viaje de más de cuarenta años atrás, que me condujo a participar en tal efemérides, acurrucado en los asientos de un viejo coche de gasógeno, casi a paso de carreta y con el ineludible parón de media hora en cualquier venta del camino para que el vehículo pudiese arribar, sano y salvo, al ansiado punto de destino.

En mi mentalidad de principiante, fue una experiencia imborrable el haber efectuado el entonces, para mí, largo desplazamiento, e imborrable fue mi visión primera de la belleza austera de vuestra plaza principal. Soportales acogedores, que han servido de pregoneros para dar fe a posteriores generaciones de la grandeza de un pasado con historia de privilegio.

Historia de un pueblo pequeño en extensión y corto de habitantes, pero de alma cristiana engrandecida, desde el momento mismo en que su medieval castillo fue sometido a los Reyes Católicos, y cuyo quinto centenario en este año se cumple. El maestro Rodrigo Alemán se encargó de grabar para la eternidad acontecer tan significativo en la sillería del coro de la catedral toledana.

Historia de un pueblo que fue testigo, parada y fonda del ir y venir de las legiones romanas a lo largo de la Vía Augusta, que antaño rozara los límites del enclave.

Historia ducal, en la que figura como protagonista beneficiado de tierras y Señorío de la aldea el apellido, por vez primera castellano, de Álvarez de Bohórques.

Historia, en fin, de la que nada nuevo os puedo transmitir, porque todos y cada uno la conocéis en toda su intensidad.

Vuelvo, por tanto, a la historia humilde de mi niñez, para embelesarme en el recuerdo de vuestras tradiciones, y para saborear aquellas fiestas pasadas, con la misma dulzura que me proporcionaban los famosos roscos de Frasquita Casas, o el inevitable trozo de turrón y la pera en dulce, siempre presente en el feriante puesto de golosinas de los Hermanos Parrilla.

Cómo olvidar la Caseta de tiro con premio de soldadito de plomo, donde la chiquillería jugaba a emular las hazañas y puntería del legendario Búfalo Bill.

Aquel fue el Gor que conocí.

Un Gor, que no se puede ausentar de la memoria de quienes sentimos pasión por esos escondidos pueblos de nuestra Granada, donde se mima a la espiga en verano, agradeciendo a Dios el regalo fundamental de nuestra subsistencia, y se rinden honores al fuego, por contrarrestar los largos inviernos en que, nuestras casas y cuevas, amparan el agobio de la ruda faena bajo una extensísima manta de nieve inmaculada.

Los que, por una u otra circunstancia, nos hemos visto obligados a decir adiós al entrañable paisaje de riachuelos, valles y arcillosos cerros de nuestros pasos primeros, tenemos el don de acrecentar nuestro cariño con el contratiempo de la obligada ausencia.

Nostalgias pueblerinas que, aún agradecidos a la tierra nueva que nos acogió, se pasean diariamente por lo más íntimo de nuestro ser con recuerdos que sólo la muerte puede arrancar de lo más recóndito de nuestras almas.

Si yo no he sido capaz de encarcelar en el baúl de los olvidos aquellas vivencias festivas en el Gor que esporádicamente visité, imagino la pasión de quienes tuvisteis que abandonarlo dejando atrás, quizá para siempre, el rincón entrañable donde resonaron las risas inocentes de una niñez feliz.

 

Sé que soñaréis mil noches

con vuestra tierra lejana,

con la paz de vuestros campos

y con una sierra blanca,

vigilante del descanso

de agotadoras jornadas.

 

Sé que soñaréis mil noches

con vuestros techos de laja

como escudos protectores

del rigor de la nevada;

y soñaréis con estrellas,

tan vivas y tan cercanas,

que, subiéndose a la torre,

casi, casi que se alcanzan.

 

Soñaréis vagas historias

de castillos y fantasmas,

y relinchar de caballos

bajo el peso de las lanzas,

en sangrientos desafíos

y encarnizadas batallas.

 

Y aparecerá en los sueños

el Patrón que a Gor ampara,

expulsando la violencia

del ejército que ataca,

con la sonrisa en los labios

y con la paz en el alma.

 

Sé que os soñaréis mil noches

recorriendo vuestra plaza;

y en los trigales, tendidos,

aspirando la bonanza

de brisa acariciadora,

regalo de las montañas,

y que soñaréis quedaros

para siempre entre esas garras,

adorando a vuestro pueblo

bajo una luna de plata.

 

Cuando agosto, en su primer bostezo, se despereza con las calenturientas intenciones de poner en funcionamiento la sofocante hoguera, capaz de hacer que las piedras ardan, Gor, ve llegada la hora de poner también en marcha el fuego de sus ansias festivas, y no quiere ser menos en eso de dar calor a sus vecinos y visitantes.

Ya en la hora del día 6, removerá y hará bailar al aire adormecido con el continuo tremolar de la bandera del Patrón sobre las inclinadas cabezas de sus moradores.

Será la mecha que prenda en el corazón de quienes, por unas fechas, truecan la sudorosa camisa de la dura faena por la vestimenta apropiada con que honrar la inminente presencia del Patrón.

Será el prólogo de cuatro días de excepción, dentro del agotador combate contra el extenso secano, intentando arrancarle el pan de sus reacias entrañas.

Será la explosión del cohete anunciador, que hará enaltecer a los presentes y resonará a doloroso peñascazo en el alma de los goreños que no pudieron asistir.

Y, en la mañana de la fecha clave, en la mañana granda del día 7 -tan esperado-, como un invicto general, al tiempo que como un padre bueno, San Cayetano, fielmente cortejado, pasará revista y repartirá paternales bendiciones a lo largo y ancho de un nutrido ejército de hijos apasionados, que saludarán su paso con vivas muestras del más acendrado cariño.

El Patrón, representa tanto en el simbolismo cristiano de un pueblo que le adora, que, sus habitantes al considerar escasa su estancia por calles y plazas durante el matinal y triunfal paseo, apenas le darán opción a un breve descanso, y reclamarán de nuevo su presencia para que las estrellas no se vean privadas de darle escolta en una segunda aparición. Toda la luz será poca para marcarle, entre las sombras de la noche, una senda de gloria en la que la oscuridad caiga vencida, para que San Cayetano no encuentre obstáculo en su nuevo y apoteósico recorrido.

Puede que, una vez consumado su regreso, le brote alguna lágrima de satisfacción y se duerma agotado por la larga caminata, soñando con otro 7 de agosto, en que sus hijos vuelvan a enronquecer entre vítores y suspiros de regocijante amor filial.

Hay advocaciones repartidas por todos los pueblos de nuestra extensa geografía, pero nadie podrá discutirme que decir Gor es decir San Cayetano, y decir San Cayetano, es trasladar nuestro pensamiento a un pueblecito perdido entre altas espigas, olivares, arroyos y montañas, en el que muchos de vosotros tuvisteis la fortuna de nacer.

Digo fortuna, porque poder masticar el silencio y tener tan cerca la paz, representada por el sosiego relajante de vuestros campos, no está, por desgracia, al alcance de quienes vivimos inmersos en el desquiciador infierno de ruidos ensordecedores, o de quienes no tienen otro concepto de paz que el logro de un bienestar económico, a costa de relegar la auténtica paz que, un desafortunado día, dejaron enterrada entre los surcos del pueblo que los vio nacer.

Perdonad que con tanta frecuencia afluyan a mis pensamientos añoranzas pueblerinas, pero no es posible dejar de centrarse en ello, cuando, en una noche como esta, a las puertas misma de un nuevo verano, palpamos la proximidad de un querido Gor en fiestas, y de un Patrón que, siempre a vuestra espera, os recuerda que él nunca abandonó su lugar de residencia, aunque comprende, y se apena por ello, los motivos de vuestro éxodo obligado. Le basta, para sentirse feliz, con abriros los brazos a quienes no renegáis de vuestra anual visita agosteña

 

Preparadme, que ya llegan.

Agosto se está acercando,

y los hijos que se fueron

volverán a mi regazo.

 

Allanadle los caminos...

¡que no se le hagan muy largos!,

para que nunca se cansen

de venir, año tras año,

y yo me sienta orgulloso

de convivir a su lado.

 

Preparadme que, ya llegan.

Haced movibles mis brazos

para acariciar sus rostros,

para poder abrazarlos.

 

Ponedle luz a mis ojos

para así poder mirarlos.

Quiero verlos, de hurtadillas,

con la oración en los labios,

y ver que vuelven de hombres

los que de niños marcharon.

No es preciso que les hable;

¡sin hablarnos nos hablamos!

Yo sé lo que están diciendo,

y ellos saben que yo guardo

sus ruegos y peticiones

en un cofre que levanto

hasta las puertas del cielo,

para que Dios, enterado,

atienda a quienes, por hijos,

merecen ser escuchados.

 

Preparadme, que ya llegan.

Qué contento me levanto

cuando el viento, confidente,

me despierta susurrando

que a Gor de nuevo regresan

los que de Gor se marcharon,

porque escucharon mi voz,...

rota de tanto llamarlos.

 

Que mis oídos se abran

para oírlos, a mi paso,

y escuche latir sus pechos

acumulando entusiasmo,

para expulsarlo, de golpe,

con los ojos arrasados,

mientras gritan, a mis plantas,

un ¡Viva San Cayetano!

 

 

Vuestro pueblo tiene la rara virtud de acompasar la fiesta religiosa con la profana, compensando ambas facetas al milímetro, para que ningún goreño carezca de la dosis que su estado de ánimo pueda precisar.

Por ello, antes de que el Patrón despierte, con las luces primeras del nuevo amanecer, los mismos corazones que aceleraron su ritmo emocional con la presencia nocturna, volverán a poner en marcha el generador de sus palpitaciones, para tomar parte en el encierro tradicional.

Si ayer permanecían estáticos, sumidos en la oración profunda, en cualquier esquina, testigos del desfile procesional, hoy corretearán inquietos ante la presencia inminente de los novillos, burlando derrotas, entre aplausos y griterío como música de fondo.

Por delante, dos jornadas taurinas, en el ruedo inigualable de un viejo castillo, que una noche sonó con que extraños magos lo habían transformado en coso monumental y, desde entonces, se nos muestra cada agosto, con aire de Maestranza sevillana, para acoger faenas serias o los lances improvisados de sus vecinos, siempre confiados, porque oculto entre sus muros, tendrán a San Cayetano dispuesto a hacer el quite a punta de capote, para que las vaquillas no quiebren en un embite inesperado, el feliz discurrir del popular festejo.

Vivir en Gor un encierro, es trasladar la mente a la navarra calle de la Estafeta, sintiéndose tan héroe en la alocada carrera como puedan sentirse los más avezados mozos pamplonicas.

Vivir en Gor una tarde de toros, en tendidos aposentados sobre los cimientos de romana historia, es imaginar feroces duelos de gladiadores, o largas filas de primitivos cristianos, sin más defensa ante el ataque de las fieras, que una oración en los labios y una tosca cruz de madera entre sus manos temblorosas.

Todo es imaginable en el alma de un pueblo que, aferrado a lo que fue, pero adaptado a todos los vientos que le soplaron, a través de los siglos, mantiene intactas sus más ancestrales tradiciones.

 

Dame la vara de siempre,

búscame la gorra nueva

y anúdame a la garganta

mi pañuelillo de seda;

que ya ha sonado el cohete

y mis ansias se aceleran

por correr en el encierro

como aquel buen padre hiciera.

 

Madre, seca tu llanto

porque esto es una promesa.

 

¡Que nadie intente pararme!

que han de responder mis piernas

para burlarme del toro

y ganarle en la carrera,

quebrándolo a cada envite

mientras la gente jalea.

 

He prometido este año

ponerme firme en la puerta

y partirme, si es preciso,

el corazón por la senda,

para que nadie del pueblo

en la vida decir pueda

que un goreño de mi casta

ha perdido la pelea.

Tú, madre, puedes quedarte

escondida tras la reja.

Yo sé el Santo que me ampara

y voy seguro a la fiesta,

sin que me tiemblen los pulsos

ni el corazón se detenga.

 

Tú, madre, puedes quedarte

escondida tras la reja;

que aunque me veas sudoroso

muy cerquita de la fiera,

tu hijo habrá de volver

con laurel en la cabeza,

porque este es el brindis, madre,

que un agosto prometiera

al padre que se nos fue

pidiéndome, con tristeza,

que siempre fuera valiente

con las cosas de mi tierra.

 

Cuando por la hondonada del Royo se hayan sacudido los capotes el polvo último de la brega, y el viento taurino sople buscando los festejos programados en los improvisado ruedos del Marquesado del Cenete, Gor despedirá con una larga cambiada a los días jubilosos que disfrutó.

Colofón, la mañana febril de San Lorenzo, pondrá a la fiesta la hermanada excursión a Fuente Rica. Misa bajo la carpa celeste del incomparable cielo andaluz, y, entre el cante, el baile, la copa y el abrazo de despedida, promesas de regreso para el año venidero.

Gargantas semiahogadas de quienes, ineludiblemente, han de abandonar el entrañable paisaje del pueblo que, durante breves fechas, fue elixir rejuvenecedor, entre quienes pudieron repetir junto a los suyos las vivencias que tanto añoran desde aquel primer adiós.

Pues bien: ese Gor; ese pequeño pueblecito perdido en los vericuetos de lo que antaño fuera Vía Augusta; ese pedazo de tierra que inunda con suspiros de nostalgia los hogares, repartidos por toda España, de quienes tuvieron que abandonarlo; ese miembro de la amplia Accitania que, modestamente, he intentado esbozar, ha sobresaltado nuestros sueños con el grito desgarrador de una llamada de socorro.

 

Su vieja iglesia, impotente de seguir soportando el azote de los siglos; incapaz de contener la gélida avalancha de las frecuentes heladas. Herida de muerte en sus hombros por la fatiga que la vejez conlleva, se hunde a pasos agigantados, ante la mirada temerosa del Patrón que la habita.

Creo que la petición de auxilio, ha resonado con más fuerza que en parte alguna -quizá conocedora de los majestuosos templos enclavados en esta bendita tierra-, en esta sin par Sevilla que tan amplia y desinteresadamente abrió sus brazos para acoger a los que tuvimos la suerte de recalar en sus entrañas.

Esta noche; en este acto, seguro que hay goreños en minoría, pero la sensibilidad de esta parcela de privilegio que Dios quiso enclavar a orillas del Guadalquivir, ha percibido la angustia de un Gor humilde, y jamás encontraremos la fórmula con que agradecer la colaboración, ya iniciada con vuestra masiva presencia.

Hay dos formas de ser noble; una, con la bondad y la entrega hacia las necesidades del hermano; y otra, según el diccionario, por pertenecer a determinada y elevada clase social. Prefiero la primera. que es la que hoy puede palparse en vuestra compañía, porque habéis sabido poner el corazón en el lugar mismo donde los Duques vuelves las espaldas.

Fácil nos es soportar el sopor de esta víspera veraniega, con las caricias de brisa marismeña que aporta las numerosísima presencia de la ejemplar Hermandad del Rocío de Sevilla.

Cuando volváis a la aldea, y veáis sonreír a la divina almonteña, no dudéis de que también ella os está dando las gracias por ese corazón grande, que habéis querido poner al servicio de otra aldea más lejana.

En nombre de todo Gor, agradecimiento eterno a vosotros, y agradecimiento eterno a los intérpretes que, con total desinterés económico, pero con pleno interés humano, se encargarán de echar el cierre a esta velada, con el regalo impagable del arte universal de vuestra tierra.

 

Ya lo ves, San Cayetano;

fue tan fuerte tu llamada

que temblaron los cimientos

de esta Sevilla lejana,

y nadie quiso quedarse,

¡Ay, Patrón!, sin escucharla

 

Si notas crujir las vigas

de ese techo que te ampara,

duerme tranquilo y no pienses

que el cielo se resquebraja.

 

A los goreños ausentes

que remitiste tu carta,

se han unido gentes que

son albañiles del alma,

y tendrás un techo firme

para evitar la desgracia

de hallar, entre los escombros,

a tu imagen destrozada.

 

No llores, San Cayetano;

no llores, porque te aguarda

el día feliz de vivir

la más dichosa jornada.

Conocerás peregrinos

de una paloma muy blanca,

que acudieron en tu ayuda

al son de un «toque de alba».

 

No llores, San Cayetano,

que tu voz sonó muy clara,

y en el Gor de tus amores

repicarán las campanas

cuando eufóricos, tus hijos,

vuelvan con fe acrecentada

por la misión, ya cumplida,

de verte en tu nueva casa.

 

 

 

PREGÓN DE LAS FIESTAS 2003 por Antonia María Jiménez Manzano

 

Gor, 6 de agosto de 2003

  Señor Alcalde, señoras y señores concejales, Sra. Juez de Paz, Reina de las fiestas y damas de honor, Goreñas y Goreños, respetable publico.

  Quién me iba a decir, cuando mis padres me llevaron con 12 años a Catalunya, que algún día volvería a Gor a saludar a sus gentes desde este balcón, a dar la bienvenida a aquellos que vuelven a la villa por unos días y a felicitaros las fiestas del 2003. Es ahora, llegado este día, cuando quiero dar las gracias al Sr. Alcalde y a la Corporación Municipal por la oportunidad que me han brindado de ser la primera mujer pregonera de fiestas, reto que por otra parte acepté con mucha ilusión. También quiero agradecer al que en sus inicios fue Club y que ahora es Asociación Cultural Amigos de Gor así como a todas las personas que han formado parte y a aquellas que siguen en la brecha: gracias a ellos tuve la oportunidad de reencontrarme con un lugar donde pude volver a buscar mis raíces personales y culturales, donde también pude participar en actos y reuniones y, en definitiva, donde pude volver a vivir Gor con intensidad, retomando un tiempo perdido en mi niñez.
Como el título del libro de Dickens, aquellos últimos años de la década de los cincuenta fueron “Tiempos Difíciles” para nuestra Andalucía. En esa época empezó el éxodo, el destierro voluntario hacia otras tierras donde había pocos Quijotes que salieran en la defensa del que llegaba. De la noche a la mañana perdías tus amigos, tu calle, tu escuela y, a cambio, te encontrabas en un lugar extraño, donde algún familiar ya te había encontrado por adelantado una habitación y un trabajo en una fábrica. Llegabas pobre, con poca cultura y con tan sólo unos brazos para trabajar: así era el “turismo rural” de aquellos años, cuando llegabas a destino con una maleta de madera atada con una guita o un cinto, y en su interior todas las “poquitas” cosas que poseías. Sólo el que ha sido inmigrante conoce de la tristeza de serlo.
No fue hasta la madurez que, debido a la insistencia de mis hijos por conocer el pueblo de su madre, nos acercamos por primera vez hasta aquí. El volver a entrar en Gor se convirtió para mi en un despertar, en un reencuentro con aquella historia interrumpida, por muchos años de ausencia, que nunca pude olvidar, ya que tuve la gran suerte de tener a mi lado a una persona que nos recordaba las historias de Gor a todos los que estábamos a su alrededor. Una mujer que ha sido modelo para todas aquellas mujeres que la hemos conocido, una trabajadora incansable, buena persona y discreta. Aún hoy, en mi memoria de niña, me parece verla cruzar la plaza con su cesta enganchada del brazo. Esa mujer era mi abuela, María la peinadora, la tía María la Manzano, la Mamaía.
Sin dejar de alabar la gran labor de los hombres de Gor, me gustaría hoy dedicar una parte de mi discurso a rendir homenaje a todas esas mujeres que nunca han tenido relevancia pública y a las que nunca se les dio la importancia que realmente se merecían ya que en aquella época economía y cultura situaban a la mujer bajo las órdenes del marido; quiero hablar de esas mujeres que no disponían de ningún tipo de tecnología, ni lavadoras ni lavavajillas, de esas que aparte de llevar adelante su casa, y a un buen número de hijos, también se arremangaban para ayudar en el campo al igual que los hombres. Recuerdo, por ejemplo, a nuestra querida Antonia Navarro que trabajaba en la panadería a la par que su marido.
Es a todas estas mujeres a las que yo quiero honrar hoy aquí: a todas aquellas que han sido, dedicando mucho esfuerzo, los pilares de vuestras familias porque, las mujeres de Gor hemos sido siempre fuertes y trabajadoras sabiendo llevar discretamente las riendas de nuestras casas.
Mucho ha ganado la mujer con el paso de los años y de eso nuestra generación ha podido ya ocuparse, ofreciendo a nuestros hijos e hijas una mejor preparación, adecuada al tiempo en que vivimos. Lo mejor es que lo hemos hecho en igualdad de condiciones: ya no hay rosa o azul, la muñeca o el “caballico”.
Y éste es el fiel reflejo que vemos en estos días donde mujeres y hombres se divierten por igual, disfrutando de las fiestas que son la manifestación más auténtica de un pueblo en libertad.
La libertad que lo engloba todo, está presente en estos días convirtiéndolos en cita obligada para los muchos corazones que aman la fiesta genuinamente popular por encima de todas las cosas.
Pregonemos, por tanto, hoy este estallido de alegría e ilusión con la llegada de las fiestas. Que nuestro único afán, en estos días, se llame diversión. Bailemos y disfrutemos, que mañana “Dios dirá”; porque, bien mirado, bastantes penas tenemos todo el año con ese río de noticias poco gratas, de sinsabores, de problemas y de cuestas arriba como para no justificar sobradamente que le dediquemos unos días al año a la “cháchara”, a la alegría compartida y callejera de una villa que en vez de levantarse en armas, se levanta en Fiestas. Disfrutemos y compartamos pues estos días que tenemos muchos otros para ser formales.
Contra la vida cotidiana, diversión. Contra la rutina, emoción. Y es esa emoción la que vivimos año tras año en cada momento de nuestras fiestas, la que estalla en la Bandera o en la procesión de San Cayetano, con los encierros y los días de toros y, como no, con el buen humor y la gracia de todo el mundo porque cuando el pueblo de Gor sale a la calle y la conquista, se la apropia y la engalana con su desbordante alegría.
Las Fiestas de San Cayetano son el ejemplo claro de una diversión constante e insomne, donde poca gente pierde el tiempo durmiendo (y a los que quieren, no les dejan los cohetes): se baila, se canta, se come, se bebe y sobretodo se comparten muchos ratos de charla.
Tenemos por delante unos días para vivirlos olvidándonos de la rutina: todos y cada uno de los minutos de esta semana, todos sus acentos y enfoques se resumen en una sola palabra que engloba a todas las demás: FIESTA.

  GOREÑOS, GOREÑAS E ILUSTRES VISITANTES

  DISFRUTAD PLENAMENTE DE ESTOS DIAS

  ¡ VIVA GOR !

  ¡ VIVA SAN CAYETANO!

 

Antonia M. Jiménez Manzano